Padre Nuestro
Estaba yendo a mi trabajo. En ese entonces yo era mercaderista de Laive y los días jueves me tocaba trabajar en el cercado de Lima. Yo solía tomar la línea de bus Roma I, que va por la av. La Marina y la av. Brasil. Así pues, en mi sueño yo iba al cercado de Lima en este bus, con mi mochila de mercaderista y afiches. Estaba sentada en la última fila del bus y la luz parecía indicar que era un día de verano.
Al inicio era solo una impresión nacida de lo que podía visualizar, pero luego aquello se transformó en una sensación real. Empecé a sentir el calor. Al inicio, fue leve, pero luego el calor fue tanto que pensé que estaba en medio de un incendio. Las imágenes se tornaron más naranjas... hasta que la quemazón fue insoportable. Miré alrededor y percibí llamas en el bus. Entonces el asiento que yo ocupaba salió despedido por los aires.
Me aferré al asiento, incluso aunque quemara. Preferí quemarme a caer al vacío, pero el ardor trascendió el límite de lo insoportable. Grité y terminé despertando.
La quemazón no se disipó cuando desperté.
Al contrario, el ardor fue mayor. Miré a mi alrededor y vi el cuadro de mis abuelos, que suele estar en el esquinero que hay al lado de mi cama, incinerarse. Había fuego. Entonces miré a la entrada de mi habitación, la cual da a la puerta de la sala, y... vi a un hombre desconocido de pie. Él vestía pantalón blanco y un poncho marrón. Tenía cabello negro corto y su tez era morena. Era cachetón y sus ojos eran pequeños, pero su mirada perforaba. Él me miraba mientras murmuraba cosas por lo bajo. No podía entrar a mi casa, pero desde afuera seguía murmurando y cuando él iba alzando la voz el fuego ardía con más fuerza.
Él hablaba en un idioma que yo no alcanzaba a comprender. Y cuando más murmuraba, su voz resonaba en mi mente como un grito.
De alguna forma, yo sabía que él estaba intentando atacarme. Es decir..., sabía que la razón por la que este hombre estaba ahí, intentando entrar a mi casa, era yo.
La cuestión era por qué.
Muchas cosas atravesaron mi mente, desde «esto es una alucinación» a «esto es brujería». Lo último no sonaba tan descabellado para mí, puesto que mis enemigos no eran pocos en esa época. En ese entonces yo era bastante detestable. No obstante, todos estos pensares desfilaron a velocidad de vértigo, porque el dolor era acuciante y el miedo por la oscuridad y maldad que yo podía sentir en el ambiente no tardó en llegar.
Siempre he tenido una relación extraña con el miedo. Aprendí a tenerlo siempre presente por las cosas que viví en mi niñez. Siempre estaba ahí cuando el agua de la ducha en la cual mamá me golpeaba me ahogaba, cuando me daba cuenta de que rogarle no servía porque el amor nunca iba a ser mayor que la ira, cuando papá y mamá pelearon y noté que el hecho de que yo estuviera herida no los iba a detener, cuando estaba segura de que iba a morir en medio de mis ataques de pánico y me golpeaba a mí misma para que el dolor me mantuviera viva, etc, etc, etc.
Pero a veces el miedo trae cosas grandiosas. Cosas como una oración desesperada, cosas como ojos cerrados y fe, cosas cosas como seguridad y protección. Cosas como Dios.
Entonces, por primera vez en mi vida, dije las palabras del Padre Nuestro sintiéndolas. No las pronuncié como una repetición simple, con la pulcritud y pompa de las iglesias católicas o de las parroquias. Las pronuncié como si tuviera a Dios delante mío y sus brazos pudieran protegerme del fuego, con el mismo anhelo y la misma angustia. En ese entonces yo no sabía orar, así que repetí el Padre Nuestro innumerables veces... Y más.
No sé cuántas veces repetí esa oración, solo sé que seguí recitándola cuando la intensidad del ardor bajó. No me atreví a abrir los ojos, pero pude sentir cierto... poder de luz ahí. Era algo tan luminoso como oscuro y tenebroso había sido lo anterior.
Y era cálido, como un beso en la frente antes de dormir.
Cuando abrí los ojos, aquel hombre (brujo, chamán, quien haya sido el tipo) ya no estaba en la puerta de mi casa. El fuego tampoco, todo había vuelto a la normalidad. Y con «todo» me refiero también a mí, pues rápidamente se me olvidó que Yavé oyó mi clamor y me rescató. La dureza de mi corazón en ese entonces era... Me avergüenzo de mí misma.
Pero había una cosa positiva: había presenciado el poder de Jehová. Descubrí que lo que la Biblia dice sobre él (que es todopoderoso y soberano, entre mil cosas más) es verdad. Incluso en mi necedad había una luz de esperanza, una luz que me estaba preparando para las cosas que vendrían después.
Yo no lo sabía, pero luego vería demostraciones incluso más increíbles del poder de Dios.